Hijo de Pedro de Rodríguez Medina Vicentelo y Leonor Díaz de Rojas. Según algunas fuentes, fue familia de don Miguel de Mañara, al parecer primo lejano del padre del fraile. Pese a este parentesco lejano entre ambos, es bien seguro que el noble caballero fue un modelo espiritual en el que fray Isidoro se miró durante sus años de niñez y juventud, si bien el año de nacimiento del capuchino coincide con el año de ingreso en la Hermandad de la Caridad de Mañara. Pese a estos fuertes antecedentes religiosos, se señala a un hecho fortuito o accidental, la toma por parte de fray Isidoro del hábito.
Varios de sus familiares profesaron la vocación religiosa, encontrándose entre ellos, según el padre Ardales, fray Andrés de Sevilla, quien influyó sobremanera en el paso definitivo para la toma de los votos del joven fray Isidoro.
Comenzó su formación en el Colegio de San Hermenegildo de Sevilla, regentado por la Compañía de Jesús. Posteriormente, al menos se formó un par de años en cánones y leyes en el Colegio Mayor de Maese Rodrigo de Sevilla, probablemente sin llegar a graduarse. Fue trasladado al convento de Écija en 1682 donde comenzó su etapa de estudiante dedicándose durante un año al aprendizaje del latín, pasando al año siguiente a Cádiz donde inició sus estudios de Filosofía. Sería esta la primera estancia del fraile en la ciudad, que se prolongó hasta 1686, cuando fue trasladado para continuar su formación en Granada donde fue ordenado sacerdote. Continúo aquí su formación durante tres años más estudiando Sagrada Teología como alumno del lector fray José de Lucena. Esta formación le capacitó para desempeñar las labores de predicador. Inició su trayectoria misional en 1687 y tras un periplo por diferentes enclaves andaluces donde ejerció como predicador, recayó nuevamente en la sede sevillana en abril de 1694. Seis años después, en capítulo provincial, se decide el nuevo traslado a la ciudad de Cádiz en el mes de octubre. Sería esta etapa de vital importancia, ya que lo aprendido y experimentado durante estos años será el germen fundamental para sus acciones en Sevilla en el marco de la creación de la nueva devoción a la Divina Pastora.
Su amistad con Feliciano de Sevilla, Pablo de Cádiz y Luis de Oviedo, le influyó profundamente, poniendo en práctica las experiencias y conocimientos adquiridos con ellos a su vuelta a Sevilla. Lo puso en práctica inmediatamente con el rezo de los primeros rosarios públicos, que se venían realizando en Cádiz desde 1690. En el capítulo del 12 de enero de 1703 celebrado en Sevilla, fue elegido ministro provincial José de Lucena, quien reintegró a fray Isidoro al convento sevillano. Lo aprendido con sus hermanos Pablo y Luis se hizo notar de manera inmediata, ya que en los rezos del Santo Rosario, que gozaba de una importante acogida entre la ciudadanía, incluyó una serie de novedades basadas en la adopción de la corona franciscana. Este método consistía en efectuar secuencias de avemarías que se repetían de diez en diez tantas veces como años de edad cumplió la Virgen María en vida, y entre las cuales se intercalaba un padrenuestro. Este cortejo se dirigía a un lugar amplio y donde se consideraba que la moralidad en la vida cotidiana se relajaba de forma categórica, como era el caso de la Alameda de Hércules.
Con esta importante base, fray Isidoro comenzó a implicar a la Divina Pastora como pendón de estas prácticas renovadoras de la religiosidad popular. Fue la advocación de la Virgen como Pastora una ocurrencia o inspiración que comenzó a poner en práctica a partir del 24 de junio de 1703, junto a los ya conocidos rosarios públicos en honor de la Inmaculada Concepción. Esta ocurrencia, como él mismo la calificó, la tuvo mientras rezaba en el coro bajo de la iglesia de los capuchinos de Sevilla. Fue a solicitar los servicios de Alonso Miguel de Tovar, el encargado de plasmar plásticamente por primera vez la imagen de la Divina Pastora en el famoso estandarte. La primera obra efectuada ex profeso fue una pequeña representación de la advocación en una plancha de cobre, que posteriormente serviría como modelo para las que vinieron después, ya representadas en lienzos de mayores proporciones. Esta pequeña pieza la llevó el fraile consigo durante sus predicaciones hasta su fallecimiento.
Todos estos preparativos eclosionaron en la primera salida del 8 de septiembre de 1703.
Desde el año siguiente de 1704, fray Isidoro se dedicó a dejar constancia por escrito de todos los hechos acaecidos durante la propagación de esta nueva devoción. Junto a la ya conocida y fundamental obra La Pastora Coronada, toda persona que hubiese tenido algún tipo de revelación o experiencia mística en relación a la Pastora, lo declaró bajo juramento ante notario, dando fe de lo acaecido. Se evitaban así posibles ataques de sectores religiosos contrarios a la nueva creencia mariana.
En octubre de 1705 se publicaba la obra capital sobre la advocación, La Pastora Coronada, escrita por fray Isidoro, el cual y según recientes trabajos, ya la tenía prácticamente terminada en 1703 y tan sólo dos meses después del primer rosario público presidido por la Divina Pastora. En la misma, pretende exponer y explicar una idea discursiva sobre la Virgen María como Pastora universal. Para ello, se apoya en su predicación, así como en los padres y doctores de la Iglesia y en las analogías que establece entre la Virgen y la imagen de pastora que se encuentra en la Biblia. Sin embargo, esta obra quedó relegada con el tiempo por La Mejor Pastora Assumpta, publicada en 1732 en la que el capuchino desarrolló más exhaustivamente la nueva devoción. Esta obra fue efectuada con la intención de que perdurase en el tiempo y se conservarse en las distintas bibliotecas, por su formato en folio y su elaborada portada a dos tintas. Durante el Lustro Real (1729-1733), fecha en la que la corte de Felipe V se estableció en Sevilla aprovechó esta coyuntura para difundir la nueva devoción por el ambiente cortesano.
Escritor, biógrafo de miembros de la orden como Pablo de Cádiz, Luis de Oviedo o Francisco de Lorca. Misionero. Predicador de plaza. Fue un fecundo escritor, destacando su faceta de cronista, de la que se desconoce la fecha exacta en la que fue elegido, Pese a esta prolífica producción, la figura de Isidoro de Sevilla se inscribía más en la de un fraile predicador que en la de un historiador, dejándose notar en algunos de los capítulos de su crónica en los que no son exentas las exaltaciones religiosas. El notable manejo de las letras divinas y humanas, lo convirtió en un importante productor de obras escritas durante toda la primera mitad del siglo XVIII. Fundamentalmente destacan las biografías dedicadas a diferentes hermanos capuchinos, de vida ejemplar y de una repercusión importante en el seno de la Orden. Generalmente las articula del mismo modo, narrándose desde el nacimiento la vida de estos frailes, centrándose posteriormente en sus esfuerzos y logros en la predicación, así como aquellos posibles milagros realizados bajo el amparo de la Virgen María. Esto se argumentaba con una serie de escritos o testimonios de otros frailes contemporáneos, que afirmaban la beatitud del protagonista del texto.
Siendo anciano y con la vista perdida, no dejaba de predicar la novena de la Divina Pastora. En una ocasión, fue tal el fervor que experimentó el fraile en su exaltación religiosa, que recuperó la vista y bajó sólo del púlpito, ante la admiración y devoción del público congregado, que se acercaban al capuchino para cortar retales de su hábito.
Predijo su propia muerte, que recibió anhelando el encuentro con la Divina Pastora. Ocho días estuvo sin sepultar, al no presentar signo de descomposición y por ser deseo de los fieles el velar y acompañar al venerable padre. Al morir, lo sangraron corriendo la sangre líquida como si estuviese aún con vida, hecho que se le atribuyó a un milagro como tantos otros. Se oficiaron misas solemnes por su fallecimiento en Sevilla, Cádiz, Utrera, y en aquellos lugares donde fundó hermandades pastoreñas.