El crecimiento de la Orden por Europa lleva consigo la expansión hacia el Nuevo Mundo. Los capuchinos no solo han participado generosamente en la tarea de evangelizar a los indígenas sino que se han ganado a pulso esa posibilidad, luchando con constancia, firmeza e interés para superar mil y un obstáculos. Pareciera como si una necesidad interna vital los empujara a inmunizarse contra el desaliento ante las dificultades, teniendo los ojos fijos solo en la oportunidad de compartir su fe de menores con los menores de Sudamérica.
Sobre todo, evangelizaron. Desde no conocer casi ningún indígena a Jesucristo hasta empezar a implantar la Iglesia. Jesucristo y su mensaje han sido predicados a todas las personas encomendados a estas misiones. Los misioneros llevaron los sacramentos. Explicaron su contenido y enseñaron a valorarlos, a prepararse para recibirlos y, de hecho, con verdadera y ejemplar constancia. Aquí se ha cumplido el sueño del Reino de Dios: los menores tienen un puesto de preferencia en el banquete de la Eucaristía. Eso lo consiguieron sus aliados los Hermanos Menores Capuchinos.
Es evidente que la identidad del capuchino marcó su actividad. La concepción franciscana del apostolado como servicio fraterno llevo al misionero a intentar atender todos los frentes para remediar todas las necesidades.
Los capuchinos se convirtieron en la punta de lanza que abrió la brecha para que por allí llegaran los recursos de la civilización: salud, instrucción y servicios. Andando el tiempo ya pudieron llegar los profesionales, pero ellos solo culminaron un proceso que los misioneros iniciaron en pobreza y dificultades, obligados en su pasión misionera.